martes, 10 de diciembre de 2013

Contra la violencia de género, la revolución masculina

Nos educaron para ser la parte privilegiada del contrato. Para no desfallecer nunca en nuestra carrera de proveedores, de titulares legítimos del poder, de sujetos que se definen por la permanente acción. Nos insistieron en que debíamos ser fuertes, aguerridos, violentos, insaciables. Los sujetos por excelencia. Formados en el arte de la conquista y de la autoridad. Nos prepararon para ser unos diligentes padres de familia, aunque nadie nos explicó los términos del contrato sexual en el que una parte permanecía sometida e incluso humillada.

Desde pequeños, nos hurtaron la ternura de los cuidados y el aprendizaje de la empatía. Al contrario, nos empujaron a ocupar el patio del colegio, a demostrar permanentemente nuestra hombría ante nuestros pares, a pelear cuando alguien se atrevía a ponerla en duda. Y, sobre todo, nos aconsejaron huir de lo femenino, no mostrarnos como lo hacían ellas. La clave estaba en que para ser hombres debíamos aprender a no ser mujeres. Ello suponía, obviamente, la humillación y el desprecio de aquellos que no respondían a las expectativas de género y que se comportaban no como hombres sino como “nenazas”.
Nos socializaron para cumplir un determinado papel en la sociedad, que era interdependiente del ocupado tradicionalmente por las mujeres. El reparto era perfecto, aunque el equilibrio inexistente: nosotros en lo público, ellas en lo privado. Un reparto que empieza a romperse cuando, por la fuerza de la democracia y el tesón del movimiento feminista, las mujeres dan el salto a la ciudadanía y entonces el contrato se desmorona.

El siglo XX fue el que marcó el inicio de esa nueva era y el XXI debería ser el que redefiniese el pacto. Sin embargo, la realidad patriarcal continúa siendo insistente. Ante la progresiva incorporación de las mujeres al ejercicio pleno de sus derechos, una conquista que en estos tiempos de crisis corre el riesgo de paralizarse e incluso retroceder, muchos hombres han reaccionado subrayando sus fauces de patriarca.
El posmachismo, como bien explica Miguel Lorente, adquiere formas sutiles, otras no tanto, que nos demuestran que el fondo sociocultural apenas se ha removido y que son muchos los que no parecen dispuestos a perder sus privilegios. Otros hombres, sin embargo, nos encontramos entre el desconcierto y la búsqueda de una nueva identidad.
Somos hijos de un modelo que nos continuó educando para cumplir el rol clásico el macho heteronormativo pero nos hemos encontrado progresivamente con una realidad que nos demuestra que el viejo referente ya no sirve. Y sentimos que no sólo la mitad de la humanidad sufre los efectos de ese orden, sino que también nosotros mismos sufrimos las consecuencias perversas de un modelo de masculinidad que nos encarcela. Entre otras cosas, porque nos obliga a demostrar insistentemente nuestra virilidad, entendida por supuesto desde los parámetros de la razón patriarcal, y a renunciar a las dimensiones de la personalidad que más cerca están del mundo tradicionalmente ocupado por las mujeres.
Por todo ello, y sobre todo porque los datos terribles que nos demuestran como por ejemplo crece la violencia de género entre los adolescentes, es urgente que pongamos la mirada sobre la construcción de lo masculino. Es necesario no sólo que los hombres nos incorporemos de manera militante a la lucha por la igualdad, y que establezcamos redes y alianzas con las mujeres, sino que también empecemos a mirarnos críticamente en el espejo y nos propongamos la revisión de un modelo herido por tantas patologías y que, entre otras consecuencias, produce violencia, abusos de poder, injusticias, en fin, desigualdad.
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Sólo desde apuesta por unas masculinidades alternativas, disidentes, que sean capaces además de ofrecer otros referentes a los chicos más jóvenes, será posible avanzar hacia un modelo de sociedad en el que al fin compartamos equilibradamente poder y cuidados, autoridad y empatía, razones y emociones. Y en el que seamos capaces de avanzar en la gestión pacífica de conflictos, en la urdimbre de relaciones afectivas basadas en la igualdad, en la superación de una concepción romántica del amor que legitima la subordinación de ellas y el heroísmo de quienes se sienten llamados incluso al uso de la violencia para restaurar el orden que ellos controlan.
Es el momento, pues, de que los hombres nos posicionemos de manera militante y pública. Convencidos de que no podemos ser demócratas sin ser feministas y de que las desigualdades de género, cuya más terrorífica consecuencia es la violencia sobre las mujeres, afectan al corazón mismo de nuestro sistema de libertades. No se trata de que nos consideremos los culpables de todos los males, ni tampoco de que nos fustiguemos de manera improductiva. Se trata de que nos convirtamos en sujetos protagonistas, de la mano de las que llevan siglos luchando por hacer que las democracias sean dignas de tal nombre, y de que empecemos por revisar el púlpito desde el que solemos mirar el mundo.
Sólo así pondremos las bases, entre todos y todas, para que las cifras de mujeres muertas empiecen a descender y para que nuestros hijos y nuestras hijas sean capaces de construir relaciones afectivas y sexuales desde la autonomía y el respeto. De no asumir este compromiso, la lucha por la igualdad seguirá amarrada por la superficialidad de los discursos y la violencia sobre las mujeres, que ahora parece correr el riesgo de abandonar la primera página y pasar de nuevo a la de sucesos, continuará siendo el más político de los terrorismos ya que es el que cuestiona la autonomía y dignidad de la mitad de la ciudadanía.
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