Desde el 18 de octubre unas compañeras de lucha están en huelga de hambre en A Coruña, como informó ayer Público. Este lunes pasado a las nueve de la mañana, 24 días después de dar por finalizada su huelga de hambre, un grupo de mujeres gallegas víctimas de violencia machista, agrupadas en la asociación Ve-la Luz, retomó su acción de protesta. Consideran que los tímidos compromisos adquiridos por los poderes públicos semanas atrás se han evaporado una vez tachado en el calendario el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. “Me da igual morirme de hambre que a manos de mi maltratador”, dice una ellas. “Si nos vamos a morir igual en privado, qué más da hacerlo en público. Dentro de unos años nos pondrían una calle con nuestro nombre”, sentencia otra con amargura.
¿Por qué este silencio, esta indiferencia, esta ignorancia y el desdén con que la sociedad civil acoge la protesta pacífica de unas mujeres, cuyos motivos deben de ser muy poderosos para poner en peligro su salud? Porque se trata de mujeres maltratadas y madres de niños que han sido abusados sexualmente por sus padres, o apaleados por éstos, a las que con suma crueldad algún juez, con la complicidad del fiscal, el psicólogo, el forense, la trabajadora social, etc., ha denegado la protección y ha dejado libre y satisfecho al delincuente, o incluso ha retirado a la madre la custodia de los menores, o la ha obligado a mantener un régimen de visitas con el maltratador. Y este no es un tema que emocione a la “sociedad”.
Esta “sociedad” que al parecer está compuesta únicamente por hombres –no hay más que ver las fotos colectivas de los capitostes de la economía, la política, la cultura- y que por tanto sólo se preocupa por los problemas de los hombres. Si la huelga de hambre la protagonizaran mineros o trabajadores de los astilleros o de la agricultura, indudablemente hubiese tenido más repercusión mediática. Si las implicadas fueran miembras de algún partido político o sindicato, y la acción estuviese amparada por los dirigentes de esas formaciones, también. Pero son sólo mujeres, y peor aún, madres, que por serlo ya se sabe que se comportan de forma sectaria e irracional. No hay más que ver los dictámenes que emiten los departamentos de psicología de los juzgados, el trato que las víctimas reciben de los cuerpos de seguridad del Estado y las resoluciones judiciales que se dictan.
Esta “sociedad” está dirigida por hombres que al parecer no tienen hermanas ni novias ni amantes ni hijas. Y que al parecer tampoco han nacido de una mujer, no han sido amamantados, lavados, vestidos, cuidados, educados y soportados durante largos años por ella. Para esos hombres, especialmente si tienen la misión de juzgarlas, únicamente son enemigas.
Las huelguistas protestan porque el 64% de las denuncias por maltrato machista se archivan en los juzgados sin más trámite, lo que supone que el porcentaje ha subido en los últimos tiempos. Denuncian, asimismo, que sobre todo en las poblaciones pequeñas la policía insta a la denunciante a llegar a algún acuerdo con el maltratador, o se atribuye la función de mediación para ello. Y se desesperan cuando el juez ordena que los hijos e hijas de esta madre mantengan el contacto con el verdugo, que lo ha sido de toda la familia. El colmo de la crueldad es cuando se atribuye la custodia de los menores al padre que los ha pegado, abusado sexualmente y despreciado.
Pero estos temas no llegan nunca a las “agendas” políticas. Las huelguistas explican que han intentado entrevistarse con consejeros, alcaldes, presidentes de Audiencia. Unos las recibieron con burla, otros ni les contestaron, todos están de acuerdo en que su caso está en manos del juez, que como el Supremo Hacedor tiene la última y única palabra. Y como no se han atendido las numerosas demandas para modificar la ley penal y la procesal que desde algunos sectores del movimiento feminista se han dirigido a los partidos políticos y al Gobierno, con el fin de proteger a las mujeres y los menores, los jueces siguen dictando esas infames resoluciones.
Nueve años después de aprobar la famosa Ley de Violencia de Género, ésta cuenta en su haber con 600 asesinadas, el mismo número de denuncias de maltrato cada año, un colectivo estancado de dos millones de víctimas y un número indeterminado, porque nadie se molesta en contarlos, de niños y niñas abusados, golpeados, desaparecidos y asesinados. Y para qué hablar de las prostitutas, que son las más ignoradas y despreciadas. Pero nadie parece estar por la labor de modificar la norma legal para obligar a los jueces a dictar sentencias mínimamente justas.
La próxima ley que deberemos exigir es la que nos proteja de los jueces. Mientras tanto las diez mujeres de A Coruña siguen sin comer.
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