Llevábamos aproximadamente seis meses viviendo juntos la noche que él me golpeó. Durante un buen rato habíamos estado discutiendo a oscuras en la cama de nuestro dormitorio hasta que él, al parecer cansado de verme llorar, se dio media vuelta y se quedó en silencio. Desde el borde de la cama vi cómo me daba la espalda, ignorando así lo triste que yo me sentía. Ese gesto suyo de indiferencia me dolió muchísimo y la rabia escondida dentro de ese dolor me llevó a insultarlo -algo que entre nosotros no ocurría-. Eres un huevón (palabra que acá en Perú tiene significado de cobarde o pusilánime), le dije, y luego me acosté al otro lado de la cama, dándole la espalda.
Fue entonces cuando comenzó mi pesadilla: él volteó bruscamente y estiró sus brazos hacia mi espalda, empujándome con tal fuerza que, envuelta en la sábana, caí al piso con las rodillas y las manos en el suelo. Así, estando yo en cuatro patas, él se colocó sobre mí, con sus piernas a cada lado de mi espalda y, agachándose, me cogió del cabello y comenzó a empujar mi cabeza como si quisiera golpearla contra el piso. En medio del aturdimiento, con el corazón sobresaltado, mantuve mi cuello lo más rígido que pude y él, luego de empujar varias veces mi cabeza sin lograr golpearla contra el suelo, se detuvo y me dejó sola en la habitación.
Temblando y sollozando, en pleno shock, me quedé quieta ahí durante unos minutos, sin saber qué hacer. No podía entender cómo el chico más tierno y cariñoso que yo había conocido podía haberme golpeado. Y tampoco entendí, en ese entonces, cómo -luego de verlo llorar arrepentido y prometer que jamás volvería a lastimarme- pude perdonarlo por lo que hizo y seguir a su lado.
Durante mucho tiempo he ocultado este episodio de mi vida, él y yo decidimos guardarlo como un secreto, de esos terribles que nunca se cuentan a nadie: ni a mamá ni a las mejores amigas. Y quizás lo hubiera mantenido bajo siete llaves si no fuera porque hace unos meses atrás, en una de las últimas conversaciones que tuve con él -luego de nuestra separación- me culpó por su violencia. “Me puse así porque tú me provocaste. Ahora sé que con ella (su nueva pareja, persona con la cual me fue infiel) jamás lo volveré a hacer”, esas fueron sus palabras. Es decir que su ira era culpa mía, su falta de autocontrol era mi responsabilidad, sus golpes y sus gritos los provoqué yo, por eso me los merecía.
En ese momento fue cuando me di cuenta que -a diferencia de mí- él no había aprendido nada de lo ocurrido. Mientras sigue evadiendo la responsabilidad sobre sus acciones y continúa mirando hacia afuera para encontrar un culpable a quien acusar por lo que hizo, yo he asumido el error que representó permanecer en una relación con un hombre violento y cobarde como él y he mirado dentro de mí misma para encontrar a esa mujer que ahora sabe que jamás volverá a permitir que ni su pareja ni nadie cometa alguna agresión contra ella. Mientras él sigue siendo un ejemplo del machismo y seguirá utilizando su fuerza bruta para ejercer su dominio sobre las mujeres, yo soy una activista feminista que hoy se atreve a confesar que fue agredida física y verbalmente, pero que sabe que no es una víctima sino una sobreviviente de la violencia de género: una mujer que ya no tiene miedo, que ya no calla, una mujer que cuida de sí misma y que se ama.
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