Nos creemos a salvo. Tendemos a pensar que nuestra
formación, nuestra cultura, nuestra forma de vida nos mantienen a salvo de la
violencia canalla que asesina a varias mujeres cada semana. Estamos convencidos
de que no formaremos parte de ese racimo de víctimas que se asoman débilmente a
los informativos. Tenemos la seguridad de que esa escalera, ese bloque de pisos,
esos vecinos no serán nunca los nuestros.
Aunque repetimos que no hay un perfil de víctima de la
violencia de género, en el fondo creemos que es un mal que acecha a los otros,
a los que no supieron defenderse, ni educar, ni rebelarse contra la discriminación.
Esta semana hemos tenido pruebas evidentes de lo contrario: una mujer fuerte,
feminista, que aconsejaba denunciar a la primera agresión y que participaba en
los actos de violencia contra las mujeres, ha sido asesinada por su exmarido.
Las flores de la igualdad no pueden crecer en un campo minado de malas hierbas,
cruzado de amenazas, costumbres y viejas complicidades que nos obligan a ser
“buenas” más allá de nuestros propios intereses.
Creemos haber puesto a salvo a nuestras hijas de la violencia
machista. Las hemos educado en el ejercicio de la igualdad y estamos seguros de
que ellas, tan libres y decididas, nunca consentirán que limiten sus vidas.
Pero no hemos cuidado con igual esmero el terreno en el que crecen. No hemos
eliminado complicidades, trampas sentimentales, discursos míticos en torno al
amor y a las relaciones. Hemos levantado un ideal igualitario para las mujeres
jóvenes pero no se ha construido un ideal masculino de nuevos valores que
atraiga a los varones, que los haga parte indispensable de estas formas de vida
igualitarias.
Hablamos a los jóvenes de igualdad, pero lo que detectan a
diario en su vida cotidiana es la tremenda incomodidad masculina frente a la
libertad de las mujeres. El inconsciente colectivo no se ha desprendido aún de
la materia pegajosa y sucia de los viejos tiempos. Se renuevan viejos mitos
contra la nueva libertad de las mujeres: son egoístas, astutas, golfas,
interesadas o manipuladoras. Lo dicen escritores que lamentan la pérdida de la
feminidad, jueces que intencionadamente lanzan el infundio de que la mayor
parte de las denuncias de malos tratos son falsas, programas de televisión que
ritualizan una lucha de sexos con los viejos esquemas o informativos que
presentan un execrable crimen machista como una historia de amor.
Las nuevas redes sociales sirven de refugio al más viejo
machismo. Las descalificaciones, los insultos contra las mujeres proliferan
como setas venenosas. La crisis económica y la irritabilidad so cial son,
además, un buen campo de cultivo del nuevo antifeminismo, de una revuelta
anónima y clandestina contra la igualdad de las mujeres. Los amargos frutos de
esta situación no se han hecho esperar. En varias comunidades el número de
mujeres menores de 25 años atendidas por maltrato supone ya más del 25% del
total. Los datos nos indican que no hay tampoco un perfil determinado de
víctima. Que no hay vacuna que inmunice a nuestras chicas frente a las miles de
caras y de estrategias de culpabilización con las que el machismo se disfraza,
empezando por un concepto de amor romántico que es pura posesión. Pero donde
realmente tenemos que poner los esfuerzos es en cambiarlos a ellos, a los
agresores.
Para eso, nada mejor que presentar referentes masculinos
igualitarios, defensores de este nuevo territorio recién conquistado. Hombres
que pongan voz y acciones, que sean los primeros en denunciar los crímenes
machistas, indignarse por la muerte de cada mujer y avergonzarse de cada acción
que atente contra la igualdad de las mujeres.
Es el momento de que los hombres que han hecho suyos los
ideales de igualdad se hagan visibles en las redes, en la educación, en los
medios de comunicación. Si queremos que crezca la flor de la igualdad, es
indispensable que hagamos visible, deseable y feliz una nueva masculinidad. La
nueva etapa de la lucha contra la violencia de género, es ahora cosa de
hombres.
@conchacaballero
CONCHA CABALLERO - ELPAIS.COM
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