Captura del vídeo difundido por Cenicientas 3.0 para denunciar la violencia sexista en los Sanfermines. Captura de CenicientaTV (Vimeo) |
Las imágenes de chicas semidesnudas –voluntaria o
involuntariamente- en las fiestas de San Fermín con un montón de manazas
baboseando sus pechos se han repetido gracias a la denuncia de las feministas,
esas brujas dormidas que parecían haber sido superadas por el progreso y la
tecnología 2.0.
Gracias a ellas, sabemos que no sólo en los sanfermines se
disparan las agresiones contra las mujeres por parte de tíos envalentonados por
la turba y el alcohol. También se ha trazado un paralelismo con lo sucedido en
la plaza egipcia de Tahrir. Lo que pase en Tahrir, sobre todo si las agredidas
son extranjeras, parece más digerible (sarcasmo) –ya se sabe lo reprimidos que
van los musulmanes- que lo que pase aquí, donde se supone que las costumbres
son libres y nadie impone represión sexual a nadie. Pero la cosa chez les
humains no es tan sencilla como parece. Problemas sexuales los hay con libertad
o sin ella, que de eso están llenos los divanes del psiquiatra (y hasta el
psiquiatra mismo).
Se ha tratado de restar importancia al asunto considerando
la alegría desbocada, el que muchas de las jóvenes se desnudaran
voluntariamente –se trata de una costumbre muy anglo, la de sacar las tetas al
aire; acuérdense de cómo despedían las británicas a los soldados que partían a
las Malvinas, hace años-, que el vino deja alienados los cerebros, etc. Lo que
quieran. Yo lo que sé es que si en el cerebro no duermen deseos infames, ni
ciegos de alcohol afloran las infamias. Muchas de esas chicas, que parecen
sonreír en la fotos complacidas por la jarana, concomitantes con el tumulto que
las agrede, habrán llorado a solas de rabia e impotencia.
Las mujeres, en general, nos tenemos que enfrentar a
situaciones humillantes a lo largo de nuestra vida a causa de la cantidad
abrumadora de tíos con problemas sexuales sin resolver que andan sueltos.
Déjenme que les cuente una anécdota. A los catorce años,
entre las lindezas que me soltaban los tíos de toda laya y edad, hubo una que
me atizó como se atiza el fuego de la chimenea. Yo paseaba a mi perro, mientras
ojeaba un libro y un tipo de mediana edad –a mí entonces me pareció un viejo-
me soltó una guarrada a modo de “piropo”. Levanté la mirada del libro y le
solté con toda tranquilidad: “Pero, hombre, ¿cómo pierde ‘usté’ el tiempo con
eso teniendo una pata en la tumba como tiene?” El tipo se largó con el rabo
entre las patas, nunca mejor dicho. Creo que logré ser más cruel que él mismo.
Pero muy pocas chicas de catorce años pueden reaccionar así, ni el haberlo
hecho yo esa vez me libró de una pegajosa sensación de haber sido agredida. La
mayoría, sufre en silencio la humillación repetida, recordada, con asco y rabia
por la impotencia.
Que esto ocurra en fiestas donde se supone que se comparte
la alegría indica que hay una parte del gentío que ha decidido que su alegría
consiste en la desgracia de otra parte del gentío, verbigracia: la que lleva
tetas bajo la camiseta. Inevitable preguntarse por lo que va mal en la
sexualidad de ese tipo de tíos, incapaces de contemplar la belleza sin tratar
de chafarla con sus dedazos. Inevitable temer que detrás de esas manazas hay un
violador en potencia. Que hay quien echa de menos la providencial dominación
masculina. Que la imposición patriarcal no ha muerto. Que la testosterona le
puede a las sinapsis cerebrales, en fin, que da pena.
Otro día hablaremos de por qué la proporción de hombres
jóvenes que van de putas crece en España, de qué se ha conseguido con la
supuesta liberación sexual, de qué entienden algunos, por otra parte, por
liberación sexual, tantos años después. Qué cansino.
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