Un repaso a las cúpulas directivas de las empresas basta
para constatar la mayoría aplastante de cargos ocupados por hombres. Una ojeada
a las estadísticas salariares reconfirma la endeblez comparativa de las nóminas
de las mujeres. Un vistazo a los titulares constata que la violencia machista
es un monstruo agazapado tras las cortinas de muchas ventanas. Y, lo peor, un
paseo por las calles cazando al vuelo conversaciones entre adolescentes es
suficiente para oír reproducidas las mismas relaciones de dominación contra las
que llevamos luchando décadas. El machismo sigue pisoteando la sociedad
tratando de imponer a las mujeres un degradante sometimiento. Demasiadas veces
lo consigue.
Los ataques a la igualdad pueden llegar por vías muy
distintas. A veces, con el horror destemplado de una puñalada mortal. Pero,
también, bajo el esbozo de una ley que nace con la bendición de la Conferencia
Episcopal. Cuando el ministro Wert decide convertir una ley de educación en un
instrumento de evangelización, también está inoculando el virus de un
determinado sector de la Iglesia -el que ostenta el poder-, que reserva a la
mujer un denigrante segundo plano, alejándola de cualquier órgano de decisión y
responsabilidad. Más trabas para la igualdad. Nuevos obstáculos para incorporar
a la sociedad unos valores distintos de los que ha impuesto la supremacía
masculina. Una pérdida para todos. Emma Riverola
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