Todavía hoy a muchos, y también a muchas, les sigue
sorprendiendo que me defina como hombre feminista, algo que además en estos
tiempos de retrocesos democráticos proclamo con contundencia siempre que puedo.
No obstante, a estas alturas debería ser incuestionable que la igualdad de derechos de mujeres y hombres es
un presupuesto ineludible de la democracia. En consecuencia, cualquier
demócrata, hombre o mujer, debiera ser feminista, en cuanto que individuo
comprometido con el objetivo de que el sexo no sea un obstáculo para el acceso
a los bienes y el disfrute de los derechos.
Desde el convencimiento de que el feminismo no es lo contrario al
machismo y de que la lucha de aquel no es contra los hombres sino contra el orden
social y cultural que representa el patriarcado.
A diferencia de las mujeres, que llevan siglos cuestionando
su lugar en la sociedad y el pacto social que las ha mantenido históricamente
discriminadas, los hombres no hemos tenido la necesidad de mirarnos en el
espejo y mucho menos de analizar críticamente una estructuras que nos
beneficiaban. Como bien sentenció John Stuart Mill, hemos sido educados en la
“pedagogía del privilegio” y, por tanto, nos hemos limitado a ejercer el poder
en unas estructuras binarias basadas en la supremacía de lo masculino sobre lo
femenino. Todo ello además con el respaldo garantista de los ordenamientos
jurídicos y desde la identificación de lo universal con lo masculino.
Con ese desigual reparto de posiciones se configuraron los
Estados contemporáneos, la teoría de los derechos humanos y hasta las mismas
democracias que durante décadas excluyeron a las mujeres de la plena ciudadanía. Como bien ha analizado
el feminismo, el pacto social estuvo precedido de un “contrato sexual” mediante
el que se consagró el privado como espacio de sometimiento de las mujeres
mientras que en el público nosotros ejercíamos
plenamente los derechos como ciudadanos.
En paralelo se consolidaron dos mundos, el masculino y el
femenino, articulados de manera jerárquica y a los que correspondieron valores,
hábitos y actitudes concebidos desde la oposición. En este contexto los hombres
hemos sido siempre socializados para desempeñar la función de proveedores y
para monopolizar la esfera pública.
Se nos ha educado para el ejercicio del poder, el éxito
profesional y la individualidad competitiva, lo cual ha implicado a su vez el
desarrollo de unas capacidades y la renuncia a otras. Es decir, se nos ha
socializado en el marco de unos valores y habilidades que contribuían a
alcanzar y mantener nuestro papel de héroes, al tiempo que negábamos las
capacidades consideradas femeninas. La masculinidad patriarcal, por tanto, se
ha construido sobre una afirmación –la que la vincula con el ejercicio del poder
y, en consecuencia también, con el uso en su caso de la violencia– y sobre una
negación –ser hombre es ante todo “no ser una mujer”.
No en vano el diccionario de la RAE mantiene como una de las
acepciones de feminidad “el estado anormal del varón en el que concurren uno o
varios caracteres femeninos”. De ahí que la homofobia, entendida en un sentido
amplio como rechazo de lo femenino y en sentido estricto como negación de las
opciones no heterosexuales, forme parte de la definición de una virilidad que ha
acabado actuando sobre nosotros como un “imperativo categórico”.
En definitiva, y gracias al patriarcado, los hombres también
tenemos género, es decir, también “nos hacemos” de acuerdo con unas reglas
sociales y culturales que determinan nuestro lugar en la sociedad así como
nuestra propia identidad. Somos educados para desempeñar el papel que se espera
de nosotros y que está ligado a las posiciones de privilegio que durante siglos
nos han convertido en sujetos activos frente a unas mujeres sometidas en lo
privado y condicionadas por su papel de cuidadoras. Y no sólo nos hemos visto
obligados a asumir como máscaras inalienables la agresividad, la
competitividad, la obsesión por el desempeño o la fortaleza física, sino que al
mismo tiempo hemos renunciado a las virtudes y capacidades vinculadas a lo
emocional, a los trabajos de cuidado, al mundo femenino que ha carecido de
valoración socio-económica y cultural.
Esa omnipotencia también ha generado sus patologías, las
cuales nos han mantenido en muchos casos aferrados a un yugo. Prisioneros en la
cárcel de la masculinidad hegemónica que nos ha exigido demostrar de forma
permanente nuestra hombría y ocultar bajo mil escudos nuestra humana
vulnerabilidad.
Es urgente, pues, que los hombres empecemos a mirarnos por
dentro y a analizar críticamente nuestro lugar en un pacto social que nos hizo
vencedores, aunque paradójicamente también nos condenara a renunciar a todo lo
que no cabía en el prototipo del que Joaquín Herrera denominó "depredador
patriarcal". Es necesario que nos reubiquemos en lo privado, que
reivindiquemos y ejerzamos nuestro derecho-deber de corresponsabilidad en el
ámbito familiar, que asumamos los valores y las habilidades que durante siglos
negamos por entenderlas como negadoras de nuestra masculinidad y, por supuesto,
que encabecemos junto a nuestras compañeras las luchas aún pendientes por la
igualdad. Un compromiso que se hace especialmente necesario ante la crisis del
Estado Social y la reacción patriarcal que empieza a vislumbrarse, dos factores
que no sólo ralentizan la agenda feminista sino que incluso ponen en peligro
los derechos que creíamos definitivos.
La conquista de la democracia paritaria pasa necesariamente
por la revisión de la masculinidad patriarcal y por un proceso de transformación
socio-cultural en el que los hombres hemos de asumir un papel protagonista. Sin
él, los logros serán puntuales y frágiles, de manera que se continuará
prorrogando un orden que sigue empeñado en ofrecer más obstáculos a las mujeres
en el ejercicio de sus derechos y que en los últimos tiempos está desarrollando
mecanismos cada vez más sutiles de dominación.
Esa revisión debe incidir a su vez en la armonización entre
lo público y lo privado, así como en la redefinición de una racionalidad
pública hecha a imagen y semejanza de los hombres. En estos momentos de crisis
política y económica es más oportuno que nunca plantear otras maneras de
ejercer el poder, de organizar la convivencia y de gestionar los conflictos.
Es necesario encontrar, como ya plateara Virginia Woolf en
sus Tres guineas, “nuevos métodos y nuevas palabras”. Un reto que exige la
superación de la subjetividad patriarcal, la apuesta por masculinidades
heterogéneas y disidentes y la configuración de una ciudadanía capaz de superar
los binarios –público/privado, razón/emoción, producción/reproducción,
cultura/naturaleza, heterosexualidad/diversidad afectivo-sexual– que durante
siglos han servido para mantener subordinadas a las mujeres y en posición de
privilegio a los hombres.
Aunque también, y eso es algo que yo he ido descubriendo al
quedarme desnudo frente al espejo, esa hombría impuesta nos haya condenado, a
la mayoría sin ser conscientes de ello, a perdernos todo aquello que el orden
cultural dominante entendía que entraba en contradicción con la demostración
pública de nuestra virilidad. De ahí el doble compromiso que como hombre
demócrata asumo como irrenunciable, el que comienza por quitarme la máscara del
género que me atosiga y que continúa con la militancia feminista que parte del
convencimiento de que la democracia o es paritaria o no es.
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