Supongo que todas hemos pasado por momentos de cansancio en
los que nos invade el hartazgo y el agobio de vivir cuestionándolo todo, todo
el tiempo, porque implica mantener el radar encendido al ver una película,
escuchar una canción, mantener una conversación o simplemente caminar por la
calle, intentamos en fracciones de segundo determinar síntomas sexistas,
racistas, clasistas o heteronormativos. Una vez que te comprometes con el
feminismo, cada conversación, cada coqueteo, en fin, cada estímulo externo es
pasado por el sensor mental, que te indica si estás en un escenario de lucha o
en un oasis para descansar un rato.
Pero esos momentos de quejarse y hasta de desear apagar el
radar son muy breves, porque la agresividad del medio hace que mantenerlo
funcionando sea una cuestión de sobrevivencia. Vivimos en un contexto donde ser
mujer te pone en peligro, si eres negra, indígena, gitana, pobre, inmigrante,
lesbiana o trans el riesgo se potencia. Sin embargo esta sociedad patriarcal
colonialista al parecer se alimenta de la muerte de cualquier mujer: nos matan
por ser niñas, por ser viejas, nos matan si nos consideran bonitas o feas, por
ser muy mujeres o muy poco mujeres, por ser putas o por ser santas, nos matan
si nos gusta el sexo o si no nos gusta, si estamos sanas o si estamos enfermas,
si somos madres sacrificadas o si decidimos no serlo, si no tenemos trabajo o
si trabajamos como obreras, como prostitutas, en los oficios de cuidado o en la
guerra. Cualquiera es una buena excusa. En esta sociedad un feto sin cerebro es
más valioso que una mujer. En esta sociedad un misógino inseguro por tener un
pene pequeño recibe más consideración y respeto que cualquier mujer.
Es tal el odio a las mujeres que ni siquiera la
investigación médica o el diseño de ropas acepta las formas reales de los
cuerpos de las mujeres sino que intenta hacernos otras, ponernos prótesis o
cercenarnos para homogenizarnos y acercarnos más a cualquier idea coyuntural de
lo que es la belleza. Si mueren mujeres en el camino, no hay ningún problema.
Por todo esto, el feminismo necesita nuestro resentimiento, nuestra tristeza,
nuestro dolor como combustibles; necesita nuestra rabia como motor porque la
misoginia está en donde menos se espera y necesitamos estar de pie, guerreras,
dignas y combativas. También necesita que bailemos, que riamos, que juguemos,
que gocemos porque ante el odio agresor y asesino, nuestra alegría y/o nuestros
orgasmos son armas potentes. Las feministas necesitamos andar este camino
juntas, pelear en colectivo, nos urge el debate político entre nosotras que nos
permita construir solidaridad y confianza, no sólo para dar las grandes luchas
sino para las pequeñas luchas cotidianas contra el macho con el que nos cruzamos,
pero también, contra la misoginia, el racismo, el clasismo y la
heteronormatividad que cada una lleva dentro porque no podemos olvidar que el
patriarcado también opera en la subjetividad que estructura a cada una como
mujer.
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